Descubro
un sendero estrecho por entre el intrincado ramaje y me interno por
él. Concluye en una pequeña zona despejada en la que apenas cabe
una persona sentada. Induce a pensar instintivamente en algo tan
humano como el refugio.
Tratamos
de refugiarnos del sol, del aire, de la lluvia, de la intemperie, de
los enemigos, de todo. Hay sombra en ese hueco, sí. Pero, ¿me
encontraría un hipotético enemigo que me estuviera buscando? Le
costaría muy poco, sin duda. No obstante, la sensación mental de
confort que ofrece el lugar no se desvanece.
En
las proximidades hay un grupo de violetas en el que una vez vi una
mariposa. He regresado varias veces al lugar y no he vuelto a ver
ninguna. Lo cierto es que escasean las mariposas en Valencia, o por
lo menos yo no las veo con la frecuencia que debiera. Tampoco se ven
golondrinas, que deben haber ido sus nidos a colgar a otra parte.
¿Cómo puede enamorarse la gente si no hay golondrinas? Ellas
planean y cuando está la gente embobada mirándolas viene Cupido y
dispara sus flechas. Quizá todo tenga que ver con los insecticidas,
que matan lo malo, pero también parte de lo bueno. El progreso se
impone un tanto a lo bruto.
El
sol se refleja en un hilo de araña que cuelga cerca. El brillo sube
y baja por el hilo al compás del viento, que sopla suave y
plácidamente. El sol no es tan inclemente como en otras ocasiones. A
lo lejos y en un nivel más bajo, el suave viento hace ondular el
agua de la enorme piscina. La placidez del día, el colorido vegetal,
en el que predomina el verde, con su amplia gama de tonalidades,
aunque muy salpicado por las flores, que ponen el contrapunto
embellecedor, invita a dejarse llevar por la ensoñación.
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