martes, 20 de noviembre de 2018

Yo sé lo que ví...

        Imaginemos  dos  escenarios,  ambos  situados  en  el  remoto  pasado de la especie humana. Mejor aún: en el remoto pasado de los precusores de la especie humana.

         Primer escenario: hace tres millones y medio de años; un grupo de Australopitecus afarensis en la  sabana africana. Provienen de primates arborícolas, pero ellos ya no lo son: viven en el suelo. La constante vigilancia a los posibles depredadores en este medio hostil estimula entre otras cosas el bipedismo y esto libera las extremidades superiores para tareas más nobles que la locomoción. Existe una variabilidad genética entre los miembros del grupo que se refleja en el diferente comportamiento ante un ruido o una mancha borrosa en el horizonte: unos tienden a ver, muchas veces erróneamente, un depredador y huyen despavoridos al menor signo de alarma. Otros por el contrario tienen una menor capacidad para imaginar un peligro ante una imagen o sonido confuso, o simplemente tienen una tendencia innata a indagar más para ver si el peligro es real, antes de emprender la huida. ¿Cuáles tienen mayor probabilidad de ser nuestros antepasados: los que huyen, muchas veces en vano,  o los que no huyen hasta estar seguros de que el peligro es real?

        Segundo escenario: una tribu de Homo habilis de hace unos dos millones de años con dos tipos de bebés: unos con gran capacidad (innata, debido a su dotación genética) para reconocer las caras de sus progenitores y otros con mayor dificultad para hacerlo. Son tiempos duros en los que el infanticidio está a la orden del día por motivos puramente económicos: las necesidades de alimento son superiores a las disponibilidades, y la existencia es una penuria continua. ¿Cuáles tienen mayor probabilidad de ser nuestros antepasados: aquellos que sonríen ante la mirada de sus padres o los que no lo hacen?

        Cualquiera comprende enseguida que la mayor posibilidad de supervivencia (y con ello, de perpetuar sus tendencias en las siguientes generaciones) pertenece a quienes tienen un umbral de alarma más bajo en el primer caso y mayor capacidad para ver caras de semejantes en el segundo. No importa que a su vez estos grupos sean los que más fallos cometen: son errores sin consecuencias, mientras que los errores del otro grupo son errores fatales. La variabilidad necesaria para hacer de materia prima de la evolución podrá ser aleatoria en su origen y distribución pero la selección natural que actúa sobre dicha variabilidad no lo es en absoluto. Selección natural no es otra cosa que incremento diferencial de descendencia en virtud de las características genéticas. Dicho de otro modo: se produce selección natural cuando hay diferencias en número de hijos que cada individuo saca adelante, y cuando esas diferencias están causadas, al menos en parte, por la posesión de unos genes u otros.

        Teniendo esto claro, es fácil comprender que la capacidad heredable para reconocer patrones en imágenes y sonidos confusos es un valor añadido de supervivencia, y por tanto aumenta la posibilidad de tener descendientes que hereden esta característica. Curiosamente, poco importa la ratio de aciertos y errores.  Poco importa huir sin motivo en la sabana o devolver la sonrisa a un tocón de madera o una roca con una vaga forma humana. Lo que importa es no huir cuando sí hay un motivo para hacerlo, o no devolver la sonrisa haciendo más fácil el abandono o el sacrificio. Esta presión selectiva explica la extraordinaria capacidad que tenemos los humanos para reconocimiento de patrones, existentes o no, en señales confusas de todo tipo.

        Esta propensión humana se denomina pareidolia, y muchas veces nos hace percibir cosas que simplemente no existen. Forma parte del funcionamiento ordinario de una mente sana y nada tiene que ver con percepciones patológicas. Pero nos confunde y nos engaña, suponiendo la cruz de una capacidad adquirida evolutivamente.

        Históricamente, la pareidolia ha sido responsable de multitud de mitos, leyendas y malas interpretaciones. La cara de Marte, una formación rocosa que parece ser un rostro humano en la región de Cydonia; las invocaciones satánicas presuntamente halladas en microsurcos de Rock And Roll; el origen (sólo el origen, porque el resto es pura y simplemente falsificación y engaño) de las caras de Bélmez de la Moraleda; las apariciones marianas en el cielo, muchos avistamientos OVNI, la cara del diablo en el humo que salía de una de las torres gemelas o las presuntas frases encontradas en muchas psicofonías, son ejemplos de pautas encontradas donde no las hay.

        Tenemos la tendencia a creer que el mundo se nos revela directamente tal y como es, cuando la realidad es mucho más complicada: vivimos en un mundo virtual creado por nuestro cerebro. Lo que observamos como un mundo de sensaciones ordenado, continuo y coherente no es sino un constructo de nuestra mente nos ayuda a propagar nuestros genes a la siguiente generación. En palabras del profesor Carlos Álvarez, profesor de Psicología Cognitiva de la Universidad de La Laguna:

"Se suele asumir que el ojo funciona como una cámara de fotos y el oído como una grabadora. La psicología sabe desde hace siglos que no es así. Nuestro cerebro está preparado y diseñado para encontrar patrones hasta donde no los hay"

        Ahora bien, para encontrar un patrón donde no lo hay, lo primero que debe existir en nuestra mente es dicho patrón. Por eso, nuestras percepciones están teñidas por nuestra cultura. Ese es el motivo por el cual una luz extraña en el cielo sea interpretado en el siglo XIX como una aparición de la Virgen María, en el siglo XX como un OVNI y en el siglo XXI ni siquiera sea tenida en cuenta; por eso  a ningún indio americano precolombino se le apareció la Virgen (no, el indio Juan Diego no era precolombino), ni a ningún pastorcillo europeo se le apareció Huitzilopochtli. Por eso el nombre de Alá aparece escrito en los lomos de peces de acuario de propietarios musulmanes, la cara de Cristo en tostadas que provienen de tostadoras cristianas y por eso las psicofonías sólo las entienden los amigos de lo paranormal.

        Conviene tener en cuenta que nuestra mente está dispuesta a engañarnos, y que es fácil que un testigo de un suceso extraordinario pueda estar diciendo una falsedad sin intención consciente de engañar. “Yo sé lo que ví” es una frase que demuestra un gran desconocimiento de la psicología de la percepción, y debiera ser sustituido por un “yo sé lo que creí ver”, pero ésta es una frase que oímos con menor frecuencia. Es normal: a veces es difícil renunciar a diez minutos de gloria, y a todo el mundo le gusta poder ser escuchado cuando cuenta una bonita y falsa historia.

        Y todo eso, sin mala fe. Cuando además entra en acción el engaño consciente, la tergiversación y la mentira interesada, ni les cuento... por eso acabaremos con otra cita, esta vez del médico checo Jan Evangelista Purkinje:

 “La decepción de los sentidos es la verdad de la percepción” 

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