PRESENTACIÓN LIBRO
VICENTE TORRES
“EL
FLUIR DE LA VIDA”
Calpe,
20 de junio de 2024
Sra. Alcaldesa de Calpe, Señoras y
Señores, amigos… Muy buenas tardes.
Es un honor para mí poder participar en
esta mesa de presentación del último libro de Vicente Torres “El
fluir de la vida”, y hacerlo aquí, en Calpe.
Y
digo esto porque no sólo soy seguidor de la carrera literaria de
Vicente, y de su prolongada actividad como columnista y como
intelectual de referencia, sino porque, además, el presente libro
tiene mucho que decir, por una parte, a cualquier lector que desee
adentrarse en el alma humana, -que ya sería suficiente-, pero
también y de modo muy especial a todos los que habitan o están
vinculados emocional o familiarmente a Calpe y su comarca.
No
es un secreto que Vicente Torres es originario de Benisa, pueblo
vecino y parte esencial de estas tierras de la Marina en la que
compartimos tanta historia y tantas leyendas. Una de las cosas más
hermosas que este libro nos aporta, entre otras muchas, es ese repaso
por gentes y lugares de Benisa y de su comarca, en la que se
encuentra Calpe, también contemplado en esta obra. Sólo por ello,
vale la pena dejarse acompañar por Vicente en esa especie de vuelo
que, a veces a vista de pájaro, y otras encaramado a una especie de
lucerna de desván, como en el Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara,
nos convierte en estudiantes y espectadores ocultos de nuestra propia
sociedad. En ocasiones, el espectáculo, incluso descarnado, que nos
presenta Vicente al hablar de su propio entorno, nos hace sentirnos
no solo espectadores ocultos, sino incluso ilegítimos, como aquél
Peeping Tom (Tom el Mirón) que rompiendo lo pactado quiso observar
la belleza ecuestre de una Lady Godiva que paseó por su pueblo sólo
cubierta con sus largos cabellos.
Pero
todavía me caben dos motivos añadidos, que al final son uno, ya
personal, muy mío, por los que me complace mucho estar aquí con
Ustedes, y con Vicente, presentando este libro. Entre el escaparate
de personajes de esta obra se cita, en ocasiones, a mi propia
familia, igualmente originaria de Benisa, muy vinculada también a
Calpe.
En Benisa nació y creció mi madre,
Matilde Luz Ivars, hija de Luisa Ivars Ivars y nieta de Francisco
Ivars, quien fuera fundador, junto con su hermano Diego, de la
fábrica Muebles Ivars -actual centro cultural de la localidad
benisera-. Mi abuelo materno fue mi yayo Matías Luz López,
originario de San Vicente del Raspeig, que regentó durante muchos
años una de las farmacias de Benisa. A esa farmacia acudían de
cuando en cuando algunos visitantes ilustres de Calpe, como Imperio
Argentina, a por unas pomadas que como fórmula magistral le
preparaba el boticari Don Matías. Mi yayo, farmacéutico, hacía
buen tándem y tertulia con el médico calpino Don Pedro Crespo,
concuñados ellos, pues el metge estaba casado con Pepita Ivars, una
de las hermanas de mi yaya Luisa.
La
familia de mi madre estuvo durante muchos años, y aún lo está,
ligada a Calpe. Más específicamente al entorno del Peñón de
Ifach, donde los chalets familiares de Villa Ivars, Cantal Roig,
Santa Bárbara, Casita Blanca… formaban una especie de rosario de
cuentas blancas que, junto al Parador, al bar Baydal, y a unos pocos
veraneantes despistados, se asomaban como intrusos a un mundo
puramente pesquero y salinero. Cuántas veces he oído en casa contar
a mi madre aquellos domingos veraniegos en los que, para ir a misa
desde el chalet de Ifach a la iglesia del pueblo, era preciso
atravesar un largo trecho bajo el sol de injusticia, portando, por
aquello del decoro, unos manguitos de efecto abrasador en sus
antebrazos de niña. O cómo tuvo que subir, tantas y tantas veces
como visitas recibía, a las cumbres del peñón, pues no había
visita a Ifach que no implicara subida al gigante, ni subida que no
precisara guía, habiendo quedado en su memoria, sobre todo, los días
en que esas subidas se veían envueltas en repentina tormenta.
En
pocos años, mi madre se hizo una adolescente candorosa y enamoró a
mi padre, un joven teniente de la Guardia Civil destinado a esta
costa y que, según él me contaba, disfrutaba lo indecible
recorriendo a caballo el camino entre el puesto de Calpe y la Benisa
donde moraba la mujer de su anhelo.
Héme
aquí, pues, en Calpe, del que no soy hijo administrativo, ni
residente, pero del que en cierto modo me siento, -sí sé por qué-,
como en mi casa.
Y
también ahora entenderán mejor por qué me complace tanto poder
presentar en esta localidad el libro de un benisero que, entre otras
cosas, habla de esta tierra a la que tanto amo y a la que tanto debo.
No
obstante, y parafraseando a Jorge Manrique, dejemos el pasado y
vengamos a lo de hoy, a este libro de Vicente Torres, El Fluir de la
Vida.
La
alusión a Jorge Manrique me sirve de hilazón para introducirme en
el sentido de la obra que presentamos. Recordando aquel pasaje de las
Coplas a la muerte de su padre, en el que dice eso tan conocido de
“nuestras vidas son los ríos, que van a dar al mar, que es el
morir”, es inevitable que el título del libro “El fluir de la
vida”, nos remita a esa imagen de la vida como un río que fluye, y
en cuyo recorrido se van sucediendo infinidad de acontecimientos,
momentos buenos, de calma, otros de caídas, rápidos, remolinos
mortíferos junto a meandros salvíficos… También en los ríos
encontramos puentes, refugios, troncos providenciales,… y ello por
no hablar de toda la fauna -muchas veces indeseable- con la que vamos
tropezando, que casi nunca, o nunca, nos ayuda, o esa flora
traicionera en la que podemos quedar mortalmente atrapados, o -en el
mejor de los casos-, simplemente detenidos.
El
fluir de la vida se presta a imágenes conocidas, y también
contradictorias, como es el propio Vicente. Nada más contradictorio
que el pensamiento de aquél genio de Éfeso, Heráclito, llamado
“-no sé por qué- el oscuro”, que un día nos decía que en el
Eterno Retorno volveríamos a bañarnos en el mismo río, y otro día
nos decía que era imposible volver al mismo río…
De
modo mucho más castizo, y claro, nos dijo Machado al hablar del río
Duero que siempre estamos ante el mismo río, pero con distinta agua.
Y eso, posiblemente, no es sino la vida, nuestra vida.
Al
final, ese fluir es imperioso, aunque no sabemos si quien fluye somos
nosotros, la vida, el río, el agua…
Vicente
Torres nos ofrece hoy una obra que, en sí misma, es una parte de ese
fluir literario del autor en una trayectoria que viene de lejos, y en
la que cada nuevo libro es algo así como una nueva catarata de las
del Nilo, del que no sabemos muy bien cuál es el origen, pero sí
sabemos siempre hacia dónde va, y en el que cada tramo parece
anunciar otro subsiguiente.
Varias
cosas podemos decir de este libro. Desde mi punto de vista, todas son
buenas. Quiero centrarme en cuatro aspectos.
El
primero de los puntos es el del carácter autobiográfico, más o
menos real, del relato de Vicente. Con lo de autobiográfico no estoy
diciendo nada nuevo, ya que todo aquél que haya seguido la
producción literaria, no sólo editorial sino también periodística,
de Vicente Torres, sabe que no elude exponerse en primera línea, de
forma a veces hasta temeraria, mostrándose a sí mismo como un campo
de batalla, de las luchas de otros entre sí, o de otros contra él,
o incluso en las luchas interiores -cada vez menos- contra sí mismo.
En
libros como Yo estoy loco, o La del Alba, Vicente nos deja entrever
parte de su peripecia personal, algunas veces de forma encubierta,
con personajes que hacen de testaferros literarios… otras veces
hablando en primera persona y sin biombo que distraiga con siluetas
ambiguas. La obra de Vicente es un continuo fluir de idas y venidas a
su propio pasado, como si éste se hubiera tragado desde el origen
cualquier futuro, y dejando al escritor tan solamente el recurso a la
ironía y el juego, y al lector la sospecha y el temor en cuanto a si
todo lo que nos cuenta es verdad, puesto que, en ocasiones, la
crudeza de la misma nos hace dudar de que algunos comportamientos
sean reales. Sus obras no traen un polígrafo detector de mentiras,
ni una Piedra de la Verdad como la que en Roma amenazaba con tragarse
la mano del mentiroso, así que como lectores debemos entrar
forzosamente al juego que propone Vicente, para el cual, quizá,
escribir no sea juego sino sanación. La autobiografía -o incluso la
biografía-, no tiene por qué ser meritoria en sí misma, ni
siquiera ante la certeza de que sea veraz, o no. Lo relevante de El
Fluir de la Vida es que ese relato de contenido autobiográfico tiene
además un componente formal altamente elaborado, y eso es lo que
eleva un escrito al rango de literatura. No basta con contar; hay que
contar bien, o con algo que nos atrape la atención, y eso es una de
las virtudes de los textos de Vicente Torres.
Un
segundo aspecto que dota de interés al libro es el carácter
documental respecto a una época y un lugar concreto. El fluir de la
vida es, en realidad, el fluir de UNA vida, desde los años de niñez
-una niñez casi robada-, con un paso por etapas de formación,
ensayo y error, y una llegada a una madurez relativamente
satisfactoria, en la que el personaje se ubica en tiempos y lugares
que nos pueden resultar familiares.
Esas
etapas discurren, en buena parte, en escenarios que nos resultan
familiares. En el libro de Vicente encontramos una permanente alusión
a nuestras tierras, a Benisa y su microcosmos (sus calles, sus
parajes, partidas como Benimallunt, La Fustera…), pero también su
macrocosmos comarcal, Calpe, Murla, Jalón, Pinos…
Pocas
obras literarias se han centrado en estas tierras. Algunas de ellas,
paradigmáticas, -como las de Gabriel Miró-, han aportado una poesía
y un paladeo tan delicado que quizá no lo mereciéramos. La merma
que tienen algunas de esas obras consiste en que la tierra y sus
gentes parecen más una pieza de museo que algo vivo, pues el
escritor describe desde fuera y participa lo mínimo, disociando el
sujeto y el objeto de la observación. En el tratamiento que Vicente
Torres da a su tierra no existe esa diferencia, pues sujeto y objeto
se funden, a veces de modo brutal, de modo que los personajes son una
parte más, animada en ocasiones y moribunda en otras, de un terreno
del que emergen como líquenes con apellido.
La colección de historias, lugares,
recovecos, entresuelos, chamizos, salones de nuestra tierra, se
pueblan de caras y caracteres, como en una novela de Balzac, con la
diferencia de que esta comedia humana es la nuestra, la de aquí.
Pocos cronistas de ese tipo tenemos en la Marina, que hayan osado
abrir la caja de Pandora de sus fantasmas familiares y vecinales. El
respeto humano, el miedo al espejo, o la mera prudencia, nos llevan
siempre a hablar más fácilmente de lo lejano que de lo próximo,
especialmente si nuestra mirada es crítica como la de Vicente. Cada
gramo de valentía aporta ciento de verdad, y ese es otro de los
valores de este texto, en el que podremos descubrir una historia
familiar y local que ha pasado a nuestro lado y que ahora se nos
regala contada sin anestesia, para regocijo de todos aquellos que se
buscan a sí mismos en el rostro de los demás.
Un
tercer nivel, o aspecto, resultante de El Fluir de la Vida, es la
colección de experiencias, seres y atmósferas que el autor nos
descubre mucho más allá de nuestro entorno de bancales y pinos. Los
mundos urbanos de Madrid, Valencia, los contactos con profesionales,
intelectuales, artistas, los secretos a voces de unos, los méritos
ocultos de otros, sus fortalezas y sus miserias, van pasando como en
una enciclopedia desordenada, dejándonos apreciar la huella, herida
o parche que cada uno ha ido dejando en el alma de aquel niño que se
hacía grande dentro de un frasco de cristal.
El
fluir de personajes y sus historias dan forma a esta obra, hasta el
punto de que no sabemos si es el protagonista quien fluye entre
ellos, o ellos ante él. “Quién es aquí el río, y quién los
márgenes”, cabría preguntarse.
En
cualquier caso, no se trata de un arroyo lacrimoso, ni de un cauce de
apariencia lacustre, y digo esto en relación con la técnica
literaria del autor. El fluir de la obra es ágil, sin concesiones ni
descansos para flirtear en el ambigú, la lectura avanza sin
costuras, y por supuesto sin derecho a réplica. Cada paso, cada
página, cierra un ciclo como las curvas de un río a las que nunca
se vuelve. Eso sí, en cada una deja grabada una información pétrea,
como en los ortostatos de un templo mistérico, que apenas podemos
retener pues, como el agua, se resbala ante nuestra mirada.
El
cuarto y último aspecto que quiero destacar del libro de Vicente
Torres, es algo que cada vez resulta más difícil encontrar, no sólo
en los escritores sino, por derivación, en los intelectuales y
hasta, por qué no decirlo, en la generalidad de los seres humanos.
Dicho
en forma extensa, me refiero a la capacidad de reflexionar sobre las
cosas, y a saber exponer el fruto de esa reflexión. Dicho en forma
corta, estoy hablando de sabiduría.
En
realidad, cuando el hombre sabio habla, o escribe, sentimos la
tentación de decir “qué bien habla”, o “qué bien escribe”,
cuando lo que ocurre, sencillamente, es que transmite un pensamiento
certero. Cuando nos maravillamos ante Cervantes, o ante Shakespeare,
no es tanto por el “cómo“ sino por el “qué es lo que dicen”.
En ocasiones, incluso, el lenguaje acompaña al hacer del sabio, como
ocurre con un Oscar Wilde, pero no debemos olvidar que una carcasa
bella no soporta por mucho tiempo un contenido insulso. Ya dijo
Borges de Oscar Wilde que, al margen de sus conocidas condiciones
literarias, había algo que no se solía destacar, y era que Wilde
siempre llevaba razón.
Así
pues, el contenido es una parte esencial de una buena escritura.
Recordando las matemáticas escolares, diría que la sabiduría es
siempre condición necesaria -sea o no suficiente- para un buen texto
literario.
En
El Fluir de la Vida, el contenido se apropia del continente. Las
ideas, reflexiones continuas que se destilan a lo largo de la obra
nos llevan una y otra vez al dilema de si estamos ante un texto
literario, un documento, un diario, un archivo, un tratado de moral.
El espectáculo de un ser humano que ha hecho de la reflexión su
modo de vida, y -en cierto modo-, su vía de salvación, nos
reconcilia con nuestras propias capacidades como seres humanos. Si,
además, no los deja escrito en forma de libro, adornado con un
jardín de personajes y de historias, no podemos sino reconocer que
estamos ante una obra de las que vale la pena conocer.
No
obstante lo dicho, tampoco quiero generarles una expectativa
equivocada sobre la lectura de El Fluir de la Vida. Con independencia
de la calidad que, como vengo indicando, tiene esta obra, no por ello
cabe esperar un disfrute epicúreo en su lectura.
El
libro no es un remanso de paz, ni es el huerto cerrado de los cuentos
medievales. La sabiduría que destila es muchas veces incómoda,
dura; las palabras que la envuelven desprecian el eufemismo; las
frases pueden cortar como el aire helado, y en el tiempo que
precisaríamos para curar la herida ya nos espera el siguiente
párrafo para un nuevo combate. No es sencillo leer a Vicente Torres,
y quien conozca sus libros anteriores, o sus artículos, lo sabe.
En
Vicente, fondo y forma se funden, y ése es su estilo. Pero nadie
espere que la forma endulce al fondo, si en ello se pierde un punto
de la verdad. La madurez literaria de Vicente Torres es la de
aquellos autores convencidos de que no tienen un segundo que perder,
-algo que, por cierto, no tiene casi nada que ver con la edad.
Al
final, la cuestión carece de relevancia, puesto que la sensación es
la de estar ante una obra escrita por un hombre de espíritu colosal.
Después
de estas lecturas, quiero concluir mi intervención diciendo que
admiro a Vicente como escritor y como persona, y considero que es uno
de los lujos que tenemos en nuestra comarca, como hombre de letras y
de pensamiento. No me importa excederme en contarles a Ustedes las
virtudes de sus libros porque, conociéndole, sé que es inmune a
todo lo que pudiera parecer adulación. He tenido la suerte de leer,
y presentar, con este, tres de sus libros. Como podrán imaginar, me
encuentro ya con la incipiente curiosidad por saber qué deparará a
Vicente en los próximos años de ese fluir de su vida y de su obra,
aunque eso, como también entienden todos Ustedes, ya es otra
historia.
Muchas
gracias.