Hace muchos años, cuando todavía las casas no tenían electricidad y no había posibilidad de ver la televisión o jugar con el Wii, lo común era que las familias se reunieran en torno a algunas velas a contar historias. Algunas de esas historias eran relatos que causaban pavor a los más pequeños y a algunos adultos también.
Víctor Marín Castro, costarricense, nos trae una recopilación de relatos en su libro De "Asustos" y "Justos" y quiero compartir uno con los lectores de Vientos de las dos orillas:
Caminaban rápido, casi sin hablar para no perder tiempo. La noche era muy oscura y helada, pero ellos iban calurosos debido a la prisa que llevaban, era ya tarde, la una de la madrugada y en la mañana tendrían que ir a trabajar. Se dirigían a Vuelta de Jorco, venían de Los Mangos de jugar naipe. Habían iniciado el juego a las seis de la tarde del día anterior y quién sabe a cuántos habían dejado sin un solo centavo en los bolsillos.
Juan y Lucas eran muy amigos, grandes compañeros de negocios, trabajo, juego y mujeres. Les encantaba las partidas de naipe con dinero, cosa que casi siempre hacían juntos. Iban atravesando el Llanito de Mateo, luego comenzarían una pesada cuesta, atravesarían un cruce donde está situado el cementerio, avanzarían medio kilómetro más y llegarían a Jorco.
El firmamento estaba vestido de luto. La noche tan oscura, que al mirar las enormes plantas de banano dentro de los cafetales, le parecía a uno que estaba mirando horribles monstruos, especialmente si en alguna mata de café había enredado algún papel blanco, era cosa que al mirarlas de frente provocaban un pequeño salto o un leve escalofrío de nervios. A decir verdad, ellos sentían algo de miedo; quizá cualquier persona lo sufriría al tener que pasar por el cementerio a esas horas de la noche. Aquel era un panteón, como decía la gente del pueblo, que infundía un cierto temorcito, pues este no es llano como lo son la mayoría. Es un pequeño cerro de tierra rojiza, cubierto por un gran número de cruces y plantas de cementerio. En aquel entonces casi no habían bóvedas, la gente era muy pobre y a la mayoría que dejaban este mundo los cubrían con tierra. Por cierto que era un ruido espantoso cuando los primeros puños de tierra comenzaban a caer sobre la caja, cada quien con su mano arrojaba un poquito de tierra ofreciendo así el último adiós al ser que se había ido. En el centro de ese lugar hay una enorme cruz blanca, bastante visible desde la calle y quizá de otros sitios más alejados. Frente al cementerio, la calle que venía de Jorco se dividía en dos, una seguía para Los Mangos y la otra para Monte Redondo.
Los animalillos de monte seguramente dormían, pues no se escuchaban sus ruidos, lo único que se oía eran las piedras del camino al ser movidas por los zapatos de los dos hombres. Seguían caminando, atrapando aire de donde fuera con una respiración profunda, rectos, pero sin hablar. Lucas deseaba fumar, pero decidió esperar, ya que la subida de la cuesta iba a ser dura. Juan a ratos se hacía el sombrero para atrás y se pasaba la mano por la frente para limpiar el sudor. El sombre lo usaba a veces, quizá para ocultar la calvicie de su cabeza, esto por cuanto no todo el tiempo lo usaba, pero esa noche lo acompañaba.
Al llegar aproximadamente a la mitad del famoso Llano de Mateo, lugar de no muy buen augurio según la gente, un fuerte y frío ventolero se les vino encima, le arrebató el sombrero a Juan, su amigo movió las cejas al mismo tiempo que las arrugas de su frente, se agachó y le juntó el sombrero. De momento recordaron que de ese llano se contaban cosas raras, pero no le dieron mucha importancia a lo sucedido y continuaron la marcha. Sin embargo no dieron muchos pasos cuando de pronto, de la nada se dejó escuchar un espantoso grito, un grito ahogador, como el que despide una persona llena de dolor. Los dos hombres se detuvieron como si los hubiera frenado una muralla, miraron para todos lados pero no vieron nada extraño. No dijeron palabra alguna, se miraron profundamente y aligeraron el paso. Muy poco tiempo después, al llegar a la vuelta que se encuentra en la mitad de la cuesta, muy cerrada por cierto, donde solo les quedaría una pequeña recta para salir al panteón y mirar una de las tres bóvedas pintadas de blanco con ribetes negros, otro grito los alcanzó; el mismo grito pero ahora más fuerte, muy cerca de ellos; fue un grito horroroso. Sintieron miedo, mucho miedo, pero ahora no se detuvieron, sino que por el contrario, apuraron aún más sus piernas, las cuales sentían que ya no podían moverse más. No habían avanzado ni cien metros más cuando llegaron al puro cruce del cementerio, entonces un tercer grito retumbó en sus oídos, casi destrozando sus cabezas.
Un escalofrío tremendo se apoderó de las extremidades de aquellos hombres, palidecieron en una forma desencajada, sintieron que el camino se desvanecía, que algo los seguía, que algo los miraba, que la tierra se los tragaba.
Soltaron una tremenda carrera que nadie hubiera podido detenerlos. El sombrero quedó perdido y todavía el último grito resonaba en sus oídos, cuando ya en terreno jorqueño llegaron a sus casa, exhaustos y sin aliento.
Víctor Marín Castro, costarricense, nos trae una recopilación de relatos en su libro De "Asustos" y "Justos" y quiero compartir uno con los lectores de Vientos de las dos orillas:
Caminaban rápido, casi sin hablar para no perder tiempo. La noche era muy oscura y helada, pero ellos iban calurosos debido a la prisa que llevaban, era ya tarde, la una de la madrugada y en la mañana tendrían que ir a trabajar. Se dirigían a Vuelta de Jorco, venían de Los Mangos de jugar naipe. Habían iniciado el juego a las seis de la tarde del día anterior y quién sabe a cuántos habían dejado sin un solo centavo en los bolsillos.
Juan y Lucas eran muy amigos, grandes compañeros de negocios, trabajo, juego y mujeres. Les encantaba las partidas de naipe con dinero, cosa que casi siempre hacían juntos. Iban atravesando el Llanito de Mateo, luego comenzarían una pesada cuesta, atravesarían un cruce donde está situado el cementerio, avanzarían medio kilómetro más y llegarían a Jorco.
El firmamento estaba vestido de luto. La noche tan oscura, que al mirar las enormes plantas de banano dentro de los cafetales, le parecía a uno que estaba mirando horribles monstruos, especialmente si en alguna mata de café había enredado algún papel blanco, era cosa que al mirarlas de frente provocaban un pequeño salto o un leve escalofrío de nervios. A decir verdad, ellos sentían algo de miedo; quizá cualquier persona lo sufriría al tener que pasar por el cementerio a esas horas de la noche. Aquel era un panteón, como decía la gente del pueblo, que infundía un cierto temorcito, pues este no es llano como lo son la mayoría. Es un pequeño cerro de tierra rojiza, cubierto por un gran número de cruces y plantas de cementerio. En aquel entonces casi no habían bóvedas, la gente era muy pobre y a la mayoría que dejaban este mundo los cubrían con tierra. Por cierto que era un ruido espantoso cuando los primeros puños de tierra comenzaban a caer sobre la caja, cada quien con su mano arrojaba un poquito de tierra ofreciendo así el último adiós al ser que se había ido. En el centro de ese lugar hay una enorme cruz blanca, bastante visible desde la calle y quizá de otros sitios más alejados. Frente al cementerio, la calle que venía de Jorco se dividía en dos, una seguía para Los Mangos y la otra para Monte Redondo.
Los animalillos de monte seguramente dormían, pues no se escuchaban sus ruidos, lo único que se oía eran las piedras del camino al ser movidas por los zapatos de los dos hombres. Seguían caminando, atrapando aire de donde fuera con una respiración profunda, rectos, pero sin hablar. Lucas deseaba fumar, pero decidió esperar, ya que la subida de la cuesta iba a ser dura. Juan a ratos se hacía el sombrero para atrás y se pasaba la mano por la frente para limpiar el sudor. El sombre lo usaba a veces, quizá para ocultar la calvicie de su cabeza, esto por cuanto no todo el tiempo lo usaba, pero esa noche lo acompañaba.
Al llegar aproximadamente a la mitad del famoso Llano de Mateo, lugar de no muy buen augurio según la gente, un fuerte y frío ventolero se les vino encima, le arrebató el sombrero a Juan, su amigo movió las cejas al mismo tiempo que las arrugas de su frente, se agachó y le juntó el sombrero. De momento recordaron que de ese llano se contaban cosas raras, pero no le dieron mucha importancia a lo sucedido y continuaron la marcha. Sin embargo no dieron muchos pasos cuando de pronto, de la nada se dejó escuchar un espantoso grito, un grito ahogador, como el que despide una persona llena de dolor. Los dos hombres se detuvieron como si los hubiera frenado una muralla, miraron para todos lados pero no vieron nada extraño. No dijeron palabra alguna, se miraron profundamente y aligeraron el paso. Muy poco tiempo después, al llegar a la vuelta que se encuentra en la mitad de la cuesta, muy cerrada por cierto, donde solo les quedaría una pequeña recta para salir al panteón y mirar una de las tres bóvedas pintadas de blanco con ribetes negros, otro grito los alcanzó; el mismo grito pero ahora más fuerte, muy cerca de ellos; fue un grito horroroso. Sintieron miedo, mucho miedo, pero ahora no se detuvieron, sino que por el contrario, apuraron aún más sus piernas, las cuales sentían que ya no podían moverse más. No habían avanzado ni cien metros más cuando llegaron al puro cruce del cementerio, entonces un tercer grito retumbó en sus oídos, casi destrozando sus cabezas.
Un escalofrío tremendo se apoderó de las extremidades de aquellos hombres, palidecieron en una forma desencajada, sintieron que el camino se desvanecía, que algo los seguía, que algo los miraba, que la tierra se los tragaba.
Soltaron una tremenda carrera que nadie hubiera podido detenerlos. El sombrero quedó perdido y todavía el último grito resonaba en sus oídos, cuando ya en terreno jorqueño llegaron a sus casa, exhaustos y sin aliento.
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