Francisco Javier Guardiola
Jorge Luis Borges publicó el cuento El Aleph hace sesenta
y cuatro años, cuando Bergoglio todavía era Jorgito, seguramente un
adolescente que oscilaba entre el corto y el largo de sus pantalones.
Desde la tarde del 13 de marzo último solo hemos leído y escuchado
palabras que se relacionan con la elección del nuevo papa. Desde
entonces, no hemos parado de ver su imagen en todos los programas de
TV y no hemos dejado de hablar del tema. Creo que en algún momento
de la noche –en alguna de estas noches pasadas- hasta lo hemos
soñado. Diría que la información ha sido, por momentos, excesiva,
profusa, casi promiscua, a veces pueril, y otras, una información
sensata o simplemente honda, íntima y profunda. Hoy me desperté
con una idea, o mejor aún, hoy una idea me despertó. De golpe, en
medio de tanto sonido que no era ruido, apareció en mi memoria el
cuento de JLB al que hice referencia al principio: El Aleph,
voz que designa a la primera letra del alfabeto arameo, que es el
idioma en el que hablaba Cristo, y el idioma con el cual, en general
se comunicaron en la antigüedad mesopotámicos, asirios, caldeos,
babilonios, medos y persas, hasta la expansión del griego y luego
del latín. Un Aleph –a decir de Borges- es “…uno de los
puntos del espacio que contienen todos los puntos…” o “… el
lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe,
vistos desde todos los ángulos…”. La impresión que el Aleph
causa en quien lo ve: “…he visto millones de actos deleitables
o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el
mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron
mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo…” Es
inevitable, no puedo dejar de pensar en el papa Francisco como un
Aleph similar al que Borges vio alguna vez, en un sótano de la
vieja casa inveterada de calle Garay donde vivía Carlos Argentino
Deneri, el primo hermano de Beatriz Viterbo.
El blanco es un color que reúne bajo la prueba del disco
de Newton, a todos los colores primarios. Digamos que es una suma de
colores. Y el color es luz, siendo el blanco luz en plenitud. Como la
idea del Aleph, el blanco que usan los papas, pero sobre todo éste,
también fue una idea que me despertó, por lo que me resultó
igualmente inevitable pensar que ese Aleph debía ser de color
blanco.
En estricto sentido interpretativo, el cristianismo en sus
inicios, no debía formar parte de la historia, “… mi reino no
es de este mundo”, dice su fundador, a quien no le importan ni
la política, ni la economía ni el patriotismo, sino tan solo las
almas de todos y su salvación en una vida supraterrenal. Llegaron
los mártires, con los leones y las persecuciones sobre aquellos
primeros cristianos que vivían en comunidad. Recién con la
romanización de los cristianos y la cristianización de los romanos,
después de Constantino, entra definitivamente el cristianismo en la
historia a través de su controvertido plexo normativo al que
llamaremos Derecho Canónico. Así nacía una concepción mundana y
social del Cristianismo, con todo el sincretismo y su mímesis con la
consecuente y exagerada permeabilidad para recibir la influencia de
otros credos, incluidos los más paganos: toda la mitología antigua,
la celta y la de los pueblos precolombinos se fundió en la mitología
cristiana. La Iglesia quiso y por momentos lo logró, apoderarse de
la historia, y así, de todo lo humano y de todo el mundo divino que
ha creado el ser humano. Las Cruzadas, los tormentos, las herejías,
la venta de indulgencias, la Inquisición, una veintena de Concilios
–el primero había sido el de Jerusalén en el año 49 que abrió
las puertas al mundo gentil- y todos los cismas, la Reforma y su
queja, la Contrarreforma. Un día surgieron los Jesuitas –la orden
religiosa de donde proviene el nuevo Jefe de la Iglesia- hablando del
reinado social de Jesucristo en la Tierra, de la necesidad de tener
el poder y de la razón entrometiéndose en la fe. Llegó la
Doctrina Social de la Iglesia, el Ecumenismo, la Teología de la
Liberación, Lefevre y sus huestes tradicionalistas, y en el medio
de todo, como si no existieran contradicciones, como si el yin y el
yang no estuvieran presentes, la corrupción sexual y los negocios
poco claros del Vaticano. Es que el Aleph lo contiene todo. Contiene
todas las miradas de todos, que por definición, siempre son
diferentes: el clamor popular y los vivas al nuevo papa sin más
refutación, solo por profesión de fe; las diatribas de Verbitsky,
la pléyade de iconoclastas que prácticamente vincularon a Bergolio
con la dictadura y a los que solo les faltó decir que el cura había
sido un genocida; o la mirada que dice que “vino para destruir al
populismo de los pobres en Latinoamérica, como lo hizo el Wojtyla
con la Europa Oriental”; los que lo tildan de tercermundista solo
por tener esa manía de ayudar a los curas villeros mientras fue
Arzobispo de Buenos Aires, o por su amistad con los rabinos que
defienden el matrimonio igualitario y que prologaron alguno de sus
libros. Pero el Aleph está lejos de completarse, para ello harían
falta infinitas palabras. Yo solo alcancé a ver las ideas que
consigné antes y algunas otras imágenes claras, a través del
microscopio que me agranda lo pequeño o del telescopio que me trae
lo que me es lejano: San Francisco de Asís, el amor a los pájaros,
la naturaleza toda como sujeto de salvación, el conservadurismo
doctrinario, otra vez Verbitsky o Hebe o Feinmann o simplemente
Cristina, la lucha contra la trata de personas, los pobres, una
Iglesia pobre, el suave desdén hacia algunos protocolos, otra vez
Latinoamérica, África, zapatos gastados, San Lorenzo de Almagro.
El Alpeh contiene todas las imágenes, sonidos y fonemas, y entre
éstos últimos, escuché también que el mismo Aleph ya consagrado
papa, pronunciaba la palabra “Espíritu Santo”. Ví también los
número 266, el número de papa que le corresponde en la historia, y
ví los números 115 y 90 o 91, los números de los cardenales que lo
eligieron. Vi a los pastores de todas las religiones, vi presidentes
y príncipes de todas partes. Pude ver el cambio sin revolución, y
pude ver el Documento Conclusivo –el libro que le regaló a
Cristina Fernández- del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)
del año 2007. Del Aleph salían también sonidos de esperanza
compartida por los creyentes de todos los lugares. Y salían voces
que clamaban por más igualdad y más libertad para todos.
Quién puede saberlo, quizás yo nunca vi nada en realidad, y
lo único que pude ver no han sido más que mis propios temores y mis
deseos, y entre éstos últimos, tal vez oí en ese Aleph de color
blanco, en esta especie de otro Big Bang, mi propia voz escéptica y
atea deseándole a Francisco “el Aleph”, con los ojos cerrados y
casi rezando, toda la suerte del mundo.
F.J.G.
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