Dado que en este tiempo una de las
palabras más usadas, sino la que más, es el amor, quizá resulte
conveniente dedicar un poco de atención a este sentimiento, que no
cae del cielo, como muchos parecen pensar, para irse cuando le viene
en gana. Hay que cultivarlo.
Lo primero que hay que hacer para poder
amar a otros es amarse a sí mismo. Pero esto no consiste en mirarse
al espejo como Narciso, sino en intentar eliminar de la propia
persona todas las impurezas que pueda contener. Hay que comenzar por
suprimir el odio, ese sentimiento tan negativo que, por frecuente, se
tiene por razonable. Pues no lo es, porque el odio anula la capacidad
de amar y daña más a quien lo siente que a quien objeto de él.
La soberbia está de sobra, puesto que el
ser humano es tan poca cosa que una simple bacteria o virus, o acaso
el más pueril e inesperado accidente pueden acabar con él
rápidamente.
La vanidad es propia de estúpidos,
porque basta con fijarse en algunas de las figuras históricas para
comprender la propia pequeñez.
El egoísmo es contraproducente, puesto
que quien acaba de nacer está en deuda, sólo por ello, con quienes
le precedieron. Hay que devolver a la humanidad lo que se le debe.
La envidia es propia de quienes no se
valoran porque no han explorado sus propias posibilidades.
Pero tampoco es cuestión de ir repasando
todos los vicios humanos. Basta con saber que están ahí mermando
las posibilidades de quienes los dejan anidar y crecer en su
interior.
Es imposible alcanzar la perfección,
pero es un deber moral intentar alcanzarla. Es entonces, cuando se
hace de forma veraz y, por tanto, constante, cuando se está en
disposición de sentir verdadero amor. De otro modo, todo es etéreo,
sometido a los cambios de estación, a los caprichos del momento.
Sólo las personas reales, o sea, las que
se esfuerzan en ser personas, tienen derecho al amor.
1 comentario:
Acertadísimo,querido Vicente.
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